Oh las veces que París/ o cualquier
ciudad del
mundo/ fue tu
cuello./
¿Qué querés que haga?/ está en mi naturaleza/ de
vampiro/ vos
nunca
dejes de
morderme.


E. Rodrígez



PARA LEER EN FORMA INTERROGATIVA

Has visto,
verdaderamente has visto
la nieve, los astros, los pasos afelpados de la brisa...

Has tocado,
de verdad has tocado
el plato, el pan, la cara de esa mujer que tanto amás...

Has vivido
como un golpe en la frente,
el instante, el jadeo, la caída, la fuga...

Has sabido
con cada poro de la piel sabido
que tus ojos, tus manos, tu sexo, tu blando corazón,

había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.


Julio Cortázar

lunes, 14 de septiembre de 2009

Cuentos

MANUALIDADES PARA AFRONTAR LO COTIDIANO

Se trataba de pasar el tiempo. Tiempo.
Tiempo y espacio.

Se trataba de jugar, de dejarse jugar.
Cualquier tarde podía funcionar, cualquier huida nunca es accidental. Gastón acomodaba las fichas de ajedrez mientras inventaba batallas entre peones, reyes y caballos salvajes. No era muy difícil imaginar la respuesta a la pregunta de cómo aún se alimentan fantasías tales, tan viejas; uno creería que los jóvenes de hoy divagan tal vez cibernéticamente dentro de su mente, pero aún se descubren juegos y fantasías iguales a cuando los viejos era niños.
La realidad que los moldeó, a viejos y jóvenes, muestra sus bases estructurales idénticas en un simple regodeo, en un simple juego. En el género fantasía aún de forma más poderosa… librada a la conciencia del pensante.
Gastón también tenía otro escape realmente sorprendente. Jugaba y le era excitante pensar en palabras que le gustaran por su sonoridad, su vibración, sentir cómo cada letra se articulaba y caía hacia el vacío del aire con oxígeno, a esa nada en que vivía imponiéndole sentido cada mañana en que abría sus ojos. Hacía un esfuerzo sudoroso por apartarlas de su significado, “Saussure y los fundamentos de la lingüística” hubieran acabado con él en un segundo. Pero también hacía oídos sordos a sus conocimientos científicos. No quería nada de eso, nada pre fijo, pre supuesto, pre.
Cada vez que las pensaba, aunque repitiera la misma palabra, sentía cosas distintas. El contexto, su ánimo, la velocidad en que circulara su sangre, todo influía. Pero eso estaba bien, no podría ya pretender disociarse de su cuerpo. Había palabras que al decirlas en alto, estando solo dentro de su cuarto, tomando mates y disfrutando realmente de ese delirio sano; había palabras que le daban seguridad, lo envolvían, lo formaban… los sonidos de sus letras provocaban cambios químicos en su cerebro, cambios físicos en su cuerpo. Otras lo hacían llorar. Una vez ocurrió que pronunció la palabra “azar” y rompió en llanto. Cuando analizó lo que había pasado –una vez terminado el juego, regla sin excepción impuesta por Gastón desde que lo inventó- dudó si fuera por el uso de la “z”, que tanto le gustaba, o si no había podido con la batalla contra su significante, contra su mente, contra cada mínimo filo o roce de sentido que le diera a esa palabra y a su vida.

Dentro de estos inventos domésticos para volverse barbarie por unos momentos, había un ejercicio que Gastón no lograba concienciar, dar sentido, explicar, abarcar, poder manipular y destrozar… y eso le excitaba. Este ejercicio consistía en que cada vez que iba caminando por una vereda (solo, de otra forma reprimía los intentos), inevitablemente, casi sintiendo una presión inexplicable, un vértigo… Una ley seca se apoderaba de sus pasos y debía ir pisando una cantidad determinada de baldosas, a veces con un pie, otras con los dos, siguiendo una secuencia que sólo su cerebro secretamente le confesaba. Este procedimiento en su andar lo repetía de forma mecánica el tiempo necesario que durara su trayecto, y siempre y cuando la calle no estuviera muy transitada. A veces también el juego consistía en seguir una determinada hilera vertical de baldosas estando terminantemente prohibido pisar o rozar otra hilera paralela.
Era un absurdo y últimamente como ideología estaba empezando a buscar respuestas en lo inadmisible, a valerse, a experimentarse, a jugar.
Después venía la oficina; y el ajedrez con sus reglas y su lógica penetrante que también tanto le gustaba. Y la comida de las 2 de la tarde, sino era demasiado tarde y no se llegaría a la facultad. Y después y siempre estando en el trasfondo de esta historia. Allá, en lo profundo, al fondo de todo y nada. Inamovible, Intacto, Inventado: el Tiempo.









PROHIBIDO ESTACIONAR

Fue muy difícil sobrevivir al precio de tu amor…
Apenas te conocí estabas en un comercio de libros viejos, ellos eran mi único desvelo, mi única enseñanza… mas tarde un café me revelaría que para ti, tú única escapatoria.

Parece que el destino estaba aburrido ese día y quiso situarnos, jugarnos y atraernos en una de las pocas salas de cultura que existe en este mundo: la librería.
Casi siempre esos encuentros se suceden en lugares ruidosos, multitudinarios… como lo es un boliche, un recital o un cumpleaños cualquiera de un amigo nuestro, en donde nos enteramos que hay más desconocidos que conocidos y por lo tanto más encuentros que soledades.

Como decía, te vi… y fue inmediato el despertar de latidos fuera de tiempo de mi corazón, estabas ahí, parada de forma cansada; con un pie haciendo un trabajo más forzoso que su compañero, estirado y relajado; mirando detenidamente con aquellos ojos verdes un libro de Borges, corriéndote a veces un mechón de tu pelo lacio y negro que se desvanecía en tu cara sin demasiadas molestias, mordiendo con inquietud tu labio inferior, tal vez el maestro impacientaba tu intelecto…
Todos estamos de acuerdo en que a Borges se lo debe leer, por lo menos, de sentado.
Yo volví a mis encuentros personales con mi propio maestro en el instante justo, en que la línea izquierda de tus anteojos negros pudo retratar mi rostro torpemente enamorado.
Me sonrojé un poco y creo haber oído una pequeña risita saliendo de tus labios tenuemente rozados, pero no pude volver a mirarte…

“¡Es como estacionar un auto Martín!” Me decía a mí mismo casi dejando escapar el sonido de aquel imperativo.
“No es tan difícil, cuando estacionas inspeccionas el lugar, sus proporciones, sus ventajas y desventajas; luego avanzas, maniobras lo necesario y ¡listo!, el lugar es tuyo…”
Se me había formado una sonrisa en mi rostro descuidado.
No se si ella me había estado mirando pero saludó a mi alegría con el mismo gesto.

Ya estaba, solo debía avanzar, maniobrar en contra de sus miedos y los míos y estacionarme delicadamente en su misterioso corazón.

Busqué rápidamente el libro por el que había venido, lo vi y lo admiré por un instante (luego en mi casa le dedicaría la total atención que se merecía).

Pude animar a mis ojos a vencer tanta hermosura y situarse sin demasiada evidencia en los suyos. Me fui acercando sin desviar ni por un segundo mi atención en la “área de estacionamiento”.
Ella lo sabía, lo sentía…

-¡Hola!-

Esa palabra sonó tan decidida y a la vez tan exaltada que borró todo silencio que pudiera habitar en un lugar como ese.
Me miró:
-¡Benedetti!, buena elección, me gusta su estilo de escribir; sin signos ni barreras que detengan su manera de expresarse, es muy arrasadora su escritura…-

¡Y fue increíble!... Ver como sus palabras salteaban toda formalidad (que a menudo uno debe respetar), no hizo falta saludo, ni presentación… ni siquiera una broma para entrar en clima.
Me abrió su puerta y yo entré como un toro desesperado que encuentra refugio y pierde a su torero, pero olvidé que siempre el color rojo seduciría mis ojos y me llevaría directo al dolor. Así era el amor… así sería nuestro amor.

Debía contestarle, aunque mi cabeza aún no había formulado una charla en un nivel tan avanzado.
Decidí salir del apuro haciendo referencia al libro que cargaba en su mano, ya que consideré un poco irrespetuoso seguir hablando de mí y mi gran maestro, y desde ya, menos interesante.

-Bueno Borges es un grande, aunque no tanto como el mío…-
(Primera estupidez de la tarde. Después de tanto cuidado era inevitable que no se me escapase alguna), de todos modos, después de mi llamada de atención personal pude apreciar que había sonreído, y ese fue el final de mi soledad mental.

Nos dirigimos a un bar, solo bastó mirarnos y sin ninguna palabra de por medio (sólo órdenes secretas) marchamos hacia fuera, acatando sensaciones mientras nuestras manos se rozaban bajo la circunstancia del acercamiento mutuo, pero sin acceder a juntarse, hubiese significado demasiado placer para nuestros cuerpos hambrientos…

Elegimos una esquina abarrotada por las hojas del otoño, en donde un pequeño barcito de barrio nos invitaba a pasar y contarnos nuestras vidas y muertes, nuestros perros y gatos, nuestra rutinas y vuelos y obviamente, (no le faltemos respeto) nuestros maestros.


-Discúlpame, ¡qué torpe! ¿Cómo te llamas?-
-Verónica…- su voz era profunda y agravada por el cigarrillo, pero sensible a la vez.
-Martín Herarte- su intención fue, quizás, poder estrechar su mano, pero ella siguió pegada al respaldar de la silla, pitando su cigarrillo y escarbando cada vez con más salvajismo los ojos de Martín.
Ella asumió su brutal acción, pero por alguna circunstancia no quiso remediarlo, y agregó deprisa:
-Se me hace tarde…- y dio un pequeño y desgano indicio de levantarse. Martín lo advirtió y agregó casi torpemente:
-¡Pero no!, digo… tal vez quieras que nos encontremos… mañana… aquí mismo… para hablar un poco más…-

Los ojos de Verónica habían cambiado, seguían fijos, pero se podía ver en ellos una grieta, una puerta hacia su interior, un gesto de abandono y dulzura que Martín soñó por un instante abrazar. Pero luego se volvieron como antes, verdes pero sin profundidad.

-Sí claro, a esta hora- su voz sonó entrecortada, insegura, escurridiza.

Martín asintió entusiasmado pero perturbado, en su voz se escuchó un sí medio misterioso; como si no lograra entender ni tampoco disponer del tiempo para pensar en lo que había ocurrido.
Ella se marchó, sus ojos pronunciaron el adiós y Martín fabrico una sonrisa para su despedida, pero la incertidumbre y la alegría se juntaron en su pecho provocando un sentimiento indefinido.

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Verónica llegó a su casa, hogar un poco venido abajo, pero conservado a pesar del paso del tiempo. Era una casa grande, al mejor estilo de las antiguas.
Entró, buscó en su bolso el libro de Borges, se sentó en uno de los sillones del pasillo que da al patio e intentó leer. No pudo.
Y ya nunca podría volver a leer a su maestro sin que habitara en esas páginas el recuerdo vivo de Martín. Lo cerró, se quedo pensando en él y en el incidente del bar, el pequeño momento en donde sus defensas bajaron y su alma pidió a gritos ser oída por Martín, sus ojos… Se quedó pensando en ellos…
Al cabo de media hora alguien entró en la casa e irrumpió inesperadamente en los pensamientos de Verónica.

-Hola…- una voz cansada siguió hablando…
-…se me hizo tarde en el trabajo, ¿preparaste la cena?-
Verónica tuvo tiempo para borrar de su rostro la expresión de tristeza y agregó después de un momento:
-Enseguida te la preparo-.

Esa noche Verónica inventó un cansancio inexistente y un sueño temprano. Víctor entró en la habitación y la encontró dormida, guardo su necesidad de placer para tal vez mañana y no pasó más de diez minutos en que su cuerpo quedó inmóvil.
Verónica se aseguró de su sueño y abrió sus ojos, sin moverse de la cama ni dar indicios de vida. Solo pensó y se arrepintió de haber dejado aquella puerta abierta en los ojos de Martín, de haber soñado en un instante con aquellos brazos conteniéndola.
Sabía que el hecho de haber accedido a aquella invitación significaba, a partir de ahora en ella, y de mañana en él; un vacío en sus almas, una grieta afilada por miradas y purezas.
No habría tarde en esa esquina otoñal, solo esta existencia, en donde un hombre casi desconocido le respiraría para siempre a sus espaldas.

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Martín estaba en su sillón, desvelado y risueño. Vivía en un departamento en el 5º piso junto a su compañero y amigo José Quinteros, que en esos momentos estaría seguramente en la casa de su novia, Florencia.
Se levantó, abrió una cerveza y comenzó a rememorar lo que había ocurrido esa tarde. Era inevitable no sentirse feliz, aunque había algunos indicios de duda, estaba seguro en su “teoría del estacionamiento”.
Había avanzado, parte de las maniobras las había ejecutado con éxito, solo quedaba arrimarse más, conocer su interior, y después sí, apagar la marcha, dejar el motor de sus expectativas mudo y entregarse silenciosamente a ella y a su arte.
Se durmió ya muy tarde, después que el pensamiento se distrajo por un minuto de ella y divago en imaginaciones no muy importantes, fue ahí en donde sus ojos eligieron descansar y su mente guardo el arduo trabajo para mañana, donde se presentaría una tarde perfecta, llena de signos viales y sentimentales…









EL CUMPLEAÑOS DE FERNANDITO

Decidió entrar ahí porque sus brazos ya no soportaban el cumpleaños de Fernandino. El soñado tren a baterías era mucho peso para Mirtha, que lo cargaba en su mano derecha, apretando con calculada fuerza la manija de la gran bolsa que transportaba la ilusión de su hijo. Su otra mano se las había ingeniado para cargar en el largo camino a casa tres bolsitas de supermercado, llenas de golosinas y bebidas. El cumpleaños era mañana pero los preparativos no podían hacerse esperar tanto.

El bar era oscuro pero a la vez en cada rincón se podían convocar pedazos de historias de amores viejos, brillando aún con vida propia en cada mesa. Se sentó en una que estaba junto a la ventana que da a la calle, siempre elegía ese lugar, era su sitio de desahogo, le brillaban los ojos cada vez que su mirada se dirigía a la gente, esa masa de vida agitada y nebulosa que se movía en ambos sentidos, acarreando consigo imágenes llenas de misterio, melancolía y hasta risas.
Dentro de esa pequeña galaxia ella olvidaba su mundo y se entregaba a la existencia de esas extrañas constelaciones: adolescentes cargando su futuro en mochilas y papeles, oficinistas mirando sus relojes de oro y codiciando un mejor presente financiero, trabajadores sudando la realidad de sus vidas y el hambre de sus hijos, niños escurriéndose en las piernas de desconocidos y madres sobresaltadas buscando sus rastros.

- ¿Señora? Disculpe no, pero…
Mirtha vuelve confusa al mundo y se aleja por un momento de ese universo de crónicas.
- Sí, perdón (su mejillas se tornan más rozadas) un cortado y dos medialunas.
- Enseguida señora.

El mozo se aleja y Mirtha sonríe al recordar los 6 años de felicidad que sacuden su vida, mañana Fernando, Fernandito diría ella, agregaría un dedo más a la respuesta que seguramente tendría que dar en honor a su inteligencia, cuando algún familiar hiciera la interrogación clásica de las fiestitas de cumpleaños.
La vida había sido dura con ella, madre soltera abrazada a la existencia que ella misma había engendrado, a veces se sentía egoísta, ya que su felicidad se debía a su propia creación, pero después reaccionaba y trataba de despegarse de la idea que Fernando le pertenecía, sabía que iba a llegar el momento en que debería dejarlo volar, y eso le aterraba un poco…

Aún sigue sonriendo cuando el mozo deja el café y las medialunas. De pronto su vista se desvía hacia la calle y los ve. Parados mirándola hay dos ojos azules y arrugados. Un anciano, seguramente abuelo, la saluda y se quita el sombrero en símbolo de su cortesía. Mirtha lo observa y siente una extraña sensación en su cuerpo, un escalofrío recorre sus huesos y se detiene en su pecho. El hombre lleva consigo un viejo y gastado bandoneón, viste un saco grueso y marrón, acompañado de un pañuelito atado a su delgado cuello y un sombrero, legítimo de un fiel tanguero.
Mirtha está inmóvil, siente que su mirada le da vida a sus años. Siente la extraña sensación de ver sus ojos hablar, contándole a gritos un presente tirano y hambriento, derramando por cada arruga el pasado marchito, sin rastros de fututo, solo de segundos sólidos y unos pocos momentos intactos. Su mirada derrama melancolía, hay tanta profundidad como de seguro sabiduría.
Comienza a tocar, solo para ella, la melodía es sensible desde adentro, a pesar de que las ventanas están cerradas. El viento de Agosto despeina los pocos cabellos que escapan de su sombrero, pero él no se detiene, toca y sus ojos disparan directo al frío que se hace físico en su desgastado cuerpo.
La gente que pasa por la calle sigue su rutina, no pueden darse el lujo de perder velocidad, el tiempo perdido no es admitido en sus ejecutivas rutinas. Solo unos pocos desaceleran su paso, pero no ven una historia interesante para contar en sus negociados y ponen marcha a sus relojes de vida.
Sólo es Mirtha y el anciano. La melodía endulza sus oídos y sin que su conciencia tome partido de lo que acontece, comienza a llorar. Se va, se pierde en el pasado de ese hombre, en el olor de su música y el tacto de su mirada, lo siente, se cree; lo sufre, se padece.

Y luego él termina el último acorde de su tango. Le regala su inicial sonrisa y dispone a marcharse, no sin antes quitar su sombrero y mostrar su respeto y agradecimientos a ella, a sus ojos, a sus oídos, a su espíritu que ha quedado cautivo en su humilde profesión.
Y desaparece.

Mirtha toma el tren a batería de su hijo, las tres bolsas de supermercado que colgaban del respaldar de la silla y seca las últimas lágrimas fanáticas. Paga y bebe el último sorbo de café. Emprende un nuevo viaje, renovada, distinta, con más vitalidad.
Cargando con el pasado de un cantor de vida, con las arrugas del esfuerzo y el dolor, bajo el sombrero de la magia.

Mañana celebrará los 6 años de felicidad que sacudirán la vida de su hijo, y la de ella también, aparte.

E.B.

1 comentario:

  1. LA felicidad, aparte, del tren o del tango, la felicidad, a lo Cortázar es eso que queda afuera cuando intentamos definirla.

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